Resumen: El valor de un autógrafo: Un lector reflexiona sobre la importancia de las firmas de los autores y su conexión con los libros
Desde hace varios meses, en la tercera planta de la icónica librería Strand en Nueva York, se encuentra expuesto un antiguo ejemplar de “Escapada”, autografiado por la actualmente cuestionada Alice Munro (Nobel 2013). Está allí, en aquella prestigiosa sección de libros raros sobre plena calle Broadway, para que cualquiera que tenga 75 dólares más impuestos (aprox. $350.000) se lo pueda llevar y agregarlo a su colección. Estuve tentado a comprarlo, no se lo niego, más aún teniendo en cuenta el reciente fallecimiento de Munro, lo que complica grandemente la manufactura de más ejemplares firmados, pero conseguí detenerme a tiempo no sólo porque sigo debatiendo conmigo mismo mi posición frente a su polémica, sino principalmente por un aspecto mucho más mundano: no me lo firmó a mí.
La mecánica de la firma de libros por parte de su propio autor es (sin pruebas, pero también sin dudas) tan antigua como los libros mismos lo son. Y es que con las facilidades que dan las ferias del libro para departir en algún evento con nuestras plumas favoritas y hasta las iniciativas de varias librerías para vender de antemano libros autografiados cuando un reputado escritor visita sus instalaciones, hoy es más fácil que nunca presumir en las estanterías de nuestras salas de algún ejemplar garabateado en las primeras páginas por el creador de turno de éste. Esta democratización del acceso a la mente tras el relato no sólo es una victoria de la ilustración en general, sino el auténtico motor que silenciosamente mueve los vetustos engranajes de la industria editorial.
Mi problema particular con el autógrafo en aquel ejemplar de “Escapada”, fuera de la sospecha indeleble de colombiano desconfiado sobre que se tratase de una falsificación al no tener mis ojos absoluta certeza de que efectivamente la canadiense posó su puño sobre esas páginas, es que para mí las firmas en los libros, y más aún cuando éstas se acompañan de una dedicatoria que incluya mi nombre, por corta y falta de inspiración que esta suela ser, son una suerte de viso notarial que certifica el encuentro entre el escritor y su lector. Una especie de ribete en dos dimensiones que sella para siempre el libro en cuestión y le hace trascender de su naturaleza fungible como objeto de masas hacia la categoría de reliquia, al igual que una foto o una carta. Un artefacto eterno que da fe para la posteridad del cruce fortuito de dos vidas en un instante único en el tiempo.
Aunque el mercado de segunda mano de libros autografiados es bastante prolífico, y se les puede ver venir a sus promotores en las firmas organizadas cuando hacen la fila con 3 y 4 ejemplares diferentes del autor invitado (no son aficionados hardcore, no se dejen engañar), no hay mejor ejercicio que, durante cualquier tarde de limpieza de biblioteca, abrir un ejemplar firmado, liberar las fuerzas de la nostalgia y viajar al pasado hasta el momento exacto en que se inmortalizaron aquellos trazos. Esa es una sensación simplemente irremplazable que aquella oferta de Strand nunca me podrá proporcionar.
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