El instinto animal existe por el automatismo de un circuito neuronal que, al ser estimulado, reacciona generando conductas de conservación del individuo y de la especie, haciendo énfasis en la preservación de ésta. El cuerpo de los seres vivos no humanos es uno más, por un tiempo, entre otros, y es a éstos a los que convienen sus conductas.
Podemos optar libremente en lo más hondo de nuestro ser, por un bien mayor o, contradiciendo esta alternativa, elegir el vacío de bien que causa la desacertada jerarquización en la elección de un bien menor, que es en lo que consiste el mal.
¿Qué hacer cuando nos decimos a nosotros mismos que libremente hemos elegido, estamos descartando o renunciamos, conscientemente, a identificarnos con lo que era lo que más nos aportaba para ser mejores personas?
El error consciente y deliberado, implica un desprecio voluntario a nuestro propio ser, por descentrarnos de su mejor cuidado. Esto puede dificultar una acertada valoración de los demás, al minusvalorar lo que es común y hemos despreciado; tiene consecuencias en nosotros y el entorno.
Si con el error, por ser elegido libremente, perdemos claridad en nuestra capacidad de identificar el mayor bien, ejecutar lo necesario para su consecución y abrirnos para acompañar a otros seres personales del modo con que también lo alcancen, cada uno el suyo según su propia dotación natural y la lógica interna de esta, no hay error cometido a conciencia y voluntariamente, que no tenga también impacto social, aunque solamente lo hayamos consentido en nuestra intimidad.
También durante la decisión errada, el cerebro genera sus propias sinapsis y aplica la dinámica de su tendencia biológica a repetir las mismas rutas que hacen posible los automatismos y costumbres con que podemos centrar el interés y la atención en un espectro más amplio, profundo y complejo, de estímulos.
Esto, que es genuina vida humana –corporeoespiritual–, no cambia con el mero deseo de que no sea así; la dinámica del deseo es diferente a la de la intención acción, omisión, consentimiento, arrepentimiento, reconciliación, reparación, socialización de la experiencia para que otros no cometan los mismos errores y para desagraviar a todos los ofendidos, sin excepciones, y siempre que sea posible la restauración o remplazo por algo mejor y más completo, también comprometiendo la propia accón física, y abarcando incluso el entorno natural y artificial.
La humanidad de nuestro actuar es la de quien es constitutivamente, desde la concepción hata el final del ciclo vital, una realidad corporeoespiritual. A medida que sucede el desarrollo biológico suficiente, el espíritu puede expresarse a través de la biología, pero no es un producto de ésta, que es ocasión y cauce, no causa.
El espíritu es una realidad simple y el cuerpo es una perfectísima forma temporal constituida por partículas de energía, que tiene el plus de valor de ser capaz de constituir, en la naturaleza, la realidad superior al resto del universo, de las dos perfecciones limitadas y más diferentes –unidad corporeoespiritual–, en que consiste siempre cada ser humano, sin excepción alguna.
La unidad del ser humano hace posible que, con suficiente desarrollo físico sano, sea capaz de contradecir sus propios impulsos y gestionarse él entero, en función del mayor bien que puede alcanzar previendo con su inteligencia prospectiva, de la que se deduce su responsabilidad exclusivamente personal en la medida de sus perfecciones proporcionadas a la madurez que le corresponde según sus características y entorno.
Su ambiente requiere el perfeccionamiento jerarquizado de los seres limitados, entre los que cada humano es, en cuanto realidad corporeoespiritual, igual de valioso que todos los demás de su especie, y superior al resto del universo conocido.
En lo que es modificable en su espíritu con sus decisiones libres, cada uno aplica la creatividad participada para hacerse lo mejor posible, una buena persona.
Pero nadie acierta en esto sin el referente de la razón de ser por la que fue causado, el sentido de su propio ser; tal vez por eso dice el filósofo Carlos Cardona Pescador en su texto “Metafísica de la culpa”: “El hombre se hace terminantemente hombre cuando ama a Dios como Dios”. Hay quienes aún piensan que Dios es un invento humano, por eso les queda difícil conocer que, con buena Filosofía, el hallazgo es, al observar que el universo y el ser humano son limitados, que han sido inventados y es a su causante al que se le denomina Dios. Dar respuesta de sí mismo con actos generados por sí mismo, es demasiado pobre para concluir con acierto: no nos hemos causado a nosotros mismos.
Podemos inventar y reinventar interminables fantasías sobre nuestra propia identidad, pero la de todo ser limitado es la determinada para él por su causante, e incluye la realidad sobre su ser y su razón de ser, que son los referentes para concluir con verdad y certeza, la existencia y carácterísticas específicas de cualquier culpa. Sin referente objetivo, se cae en la exclavitud del poder ciego, aunque todos lo denomináramos “liberación” y afirmáramos que quien no entra en su dinámica es “fóbico” y “excluyente”. Sería la mayor tiranía consigo mismo y los demás, una ceguera suicida para la humanidad.
En el encuentro con la identidad de seres humanos, es posible descubrirnos gradualmente con un realismo sobre el bien, la verdad, la unidad, la belleza y la libertad, que nos estimula y facilita la consecución más constante posible, del mayor bien para el cuerpo siempre en función de lograr el mejor para el alma: en la misma naturaleza se nota que su armonía se relaciona directamente encauzando lo inferior hacia el logro de lo más superior, que es, en definitiva, la garantía de que también se alcance el mayor bien de la totalidad, cada parte según su razón de ser, para la que es su dotación.
Si no se conoce, la persona puede caer en el capricho ciego de hacerse daño, incluso argumentando que lo hace en nombre de su libertad, consintiéndose la fantasía de que ésta basta para acertar sin filtrarla con la inteligencia que la ordena sacándole el mayor provecho, el de lograr más capacidad de amar, que hace posible que nos dejemos tocar por el estímulo que es el bien o perfección en que consisten los demás seres personales, comenzando por quien, porque es el Ser, nos participa ser.
El mal por el que sentimos culpa, no es libertad, sino efecto negativo al que nos ligamos con nuestras decisiones desacertadas –con las que nos privamos de amar del mejor modo–, por el mal uso deliberado de nuestra capacidad de elegir y actuar, que nos empobrece como pesonas, por fracasar eligiendo un fin intermedio – aunque los medios para alcanzar sean de lujo– que nos distancia del fin último.
Por ejemplo, un homicidio no es menos homicidio, por hacerse de modo aséptico, o con el falso argumento de “no cometer la crueldad de eliminar a alguien que sufre y pide que lo destruyan”, incluso si esa palabra y el falso arumento, fueran remplazados por otros para menguar el impacto de realismo respecto al mal que se causa al practicarlo y de los desaciertos en la jerarquización de bienes, con el que se destruye a alguien como medio para lograr un fin intermedio, que se busca porque el victimario ha optado por ser, en sí mismo, el remplazo del “Otro”, fin último suyo y de su víctima, y es el cambio consciente y deliberado en la jerarquización de bienes, lo que nos puede activar nuestra sana conciencia de culpa.
Algunos se niegan, por muy variadas causas, a la única elección plenamente acertada respecto al fin último o razón de ser del propio ser, dispersándose de encontrarse con ese Otro, único referente externo y plenamente objetivo del bien, el mal, la culpa y la rectificación cabal, de corazón y asumiendo cada consecuencia, y lo remplazan absolutizando a capricho, sus propias pulsiones, fantasías, impulsos, deseos, elaboraciones de la libertad, el bien, el mal y la felicidad, y demás sucesos y referenciaciones autoconstruidas según desean, acerca de su ser y obrar, quedando, también ciegamente, subordinados a sus propios productos que, al ser de ellos, siempre les quedan pequeños, frustrantes, generando un vacío existencial cada vez mayor. Algunos evaden estos efectos con aislamiento y vicios.
La actitud excluyente del mayor bien es la fuente de los más grandes males personales, familiares, sociales y de consecuencias que a veces heredan injustamente las generaciones futuras, incluso por siglos, como el fenómeno de la trata de seres humanos.
Si la persona no rectifica, corre el peligro de excluir cada vez más bienes de su percepción de bien, que se va “llenando” de opciones preferenciales de mal, a tal punto, que corre el peligro de olvidar el camino de la rectificación. Hay una ceguera espiritual causada y aumentada por cada mala decisión y acción, que a veces no se logra superar, sin una ayuda especial. Otras veces se reconoce el daño en sí mismo y a otros, causado por las propias culpas, pero se es incapaz de restaurarse de los efectos y de reparar a los demás suficientemente.
Una persona se arraiga a sí misma en el mayor nivel de libertad, dejando que, quien es más libre, le enseñe a serlo; supera la tendencia a construirse una falsa felicidad, cada vez más pequeña que la persona misma, porque con un error consciente y libremente procurado, se disminuye la vitalidad de las facultades necesarias para ser mejor persona, más feliz, con el serio riesgo de que se le haga necesario lo fútil, absoluto lo relativo e indiferente lo perfeccionante, incluso de sí misma, hastiada de los fracasos que libremente se procuró y sin saber qué hacer con su nostalgia del bien de vivirse en la relación con su causante y según ésta, con los otros causados
Quien se polariza perdiendo la asertividad de su capacidad eleciva, al imponerse como única opción su determinación ciega que le impide una visión ética –máximamente perfeccionante en cuanto persona–, se excluye de la opción acertada; hay otra alternativa, también de solo una opción: la más acertada: el amor ordenado al mayor bien, ahí no entra culpa y la persona se regala el avance a su pleno desarrollo integral –corporeoespiritual–, incluyente de todo lo perfeccionante de sí mismo y de los demás, en lo que de cada uno depende, y del entorno natural y artificial, que se vuelve sostenible a tope.
El avance al amor más grande posible, pasa por ser asertivos en la elección que, después de poner los medios para enterarnos bien, hay que asumir y ejecutar diligentemente. No existe ser más feliz sin amar mejor; perder libremente este derecho es en lo que consiste ser culpable.
El mérito es contradictorio respecto de la culpa y, como amar implica procurar el mayor bien con el riesgo de las consecuencias de las propias decisiones y acciones, y de las reacciones de otros seres que son personas,¬ es un acto que siempre es meritorio.
El error puede ser involuntario, pero la culpa siempre es efecto de nuestra libre determinación, porque hace referencia a excluirse libremente del mayor bien posible.
El amor dista mucho de imaginarse que se ama y hacer cosas que no coinciden con saber amar. No es suficiente la tendencia a amar, que es natural, sino que hay que saber encauzarla bien para aprender a vivir el mejor ser personal posible, según la razón de ser de sí mismo y los demás, de modo constante y creciente.
¿Qué hago con mi culpa? Pedir perdón a cada implicado en el daño, rectificar todo error cuanto antes, poner la totalidad de los medios para evitar cometer más errores conscientes y voluntarios, adquirir la cultura ética necesaria para que, además de la buena voluntad, se logre acertar en cada decisión y acción; dejarse ayudar y abrirse a agrandar el amor con los seres personales con quienes esto es posible, reparar del modo más completo, poner los medios para que otras personas no caigan en el mismo error; una vez recibido el perdón de quien nos participó ser y de los seres limitados afectados, en lo posible, amarlos más, aunque lo más conveniente respecto a algunos, no sea volver a una relación cercana con ellos, si prevemos que podría ser mayor el riesgo que los beneficios, respecto al desarrollo humano pleno que a todos nos corresponde intentar lograr.
Rectificar cuanto antes, siempre que no logremos evitar culpas y otros errores, sin perder tiempo en recuerdos que nos dispersan el mayor bien.
Yendo siempre por delante en perdonar, nos queda más fácil ser también los primeros en rectificar. Sabiéndonos perdonados o al menos con paz por haber puesto los medios a nuestro alcance para lograrlo, nos centrarnos en intentar amar siempre bien, que es el efecto infaltable de la buena ética. }
La eficacia de toda sanción justa debería medirse también por estos efectos en el pleno desarrollo personal, familiar y social.
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