A los ochenta años del estallido de la II Segunda Guerra Mundial, pese a los graves conflictos de estas ocho décadas, el mundo es más estable, si bien los grandes vencedores y vencidos de 1945 afrontan el pasado con perspectivas distintas y, en muchos casos, un fuerte componente de reivindicación nacional.
ESTADOS UNIDOS, UNA SUPERPOTENCIA QUE AFIANZÓ UNA IDEA IMPERIAL
Estados Unidos surgió de la II Guerra Mundial como la única superpotencia global en un mundo geopolítico totalmente nuevo. Aunque la URSS, dominada por Stalin, consiguió rivalizar con el gigante americano, en 1945 sólo Washington podía presumir de un poder militar, económico y político sin parangón.
Fue la época de la «Pax Americana» en Occidente.
Tras salir indemne de una guerra que arrasó las principales potencias de Europa y Asia, EEUU tenía las fuerzas armadas más poderosas de la historia -también las nuevas bombas atómicas- con tropas estacionadas desde Corea y Japón hasta Alemania, primero para garantizar la paz y la reconstrucción, y luego para contener la expansión comunista.
El Gobierno de Washington se aseguró también de que tener un papel preponderante en las nuevas organizaciones multilaterales creadas por impulso suyo en las postrimerías del conflicto, como Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y, más tarde, la OTAN.
Tras la I Guerra Mundial, EEUU había vuelto a su tradicional aislamiento.
¿Cuál fue la diferencia en 1945? Que la clase política estadounidense comprendió que desentenderse del mundo durante el período de entreguerras fue «un error fatal» que permitió el ascenso de los fascismos -explica a Efe John Harper, profesor de Política Exterior de EEUU en la Escuela de Estudios Internacionales de la Universidad Johns Hopkins (Baltimore, estado de Maryland).
En 1945 «era imperativo que estos errores no se repitieran y que Estados Unidos asumiera la responsabilidad del liderazgo mundial», y quienes aún rechazaban ese rol -básicamente el ala más conservadora del Partido Republicano- «se convirtieron a la política internacionalista» ante la expansión del comunismo y «el miedo a la URSS» -añade Harper.
Además, esta nueva posición llevó a la clase dirigente de EEUU a creer en el destino histórico de ser la potencia líder y en su obligación de extender su imperialismo por buena parte del planeta.
Sin embargo, Washington actuó, a nivel bilateral y dentro de las organizaciones internacionales, en el marco del multilateralismo (al menos en lo que se refiere a Europa Occidental, Japón y Corea), teniendo en cuenta a sus aliados.
La multilateralista se percibía como «una forma más efectiva de lograr resultados» según la visión idealista del presidente Woodrow Wilson (1913-21) de que la humanidad marchaba por un único sendero de la democracia liberal y el capitalismo -recuerda Harper.
El mejor ejemplo de esta idea fue el Plan Marshall, lanzado en 1948 para asegurar que la recuperación económica de Europa Occidental y Japón promoviera la estabilidad política y la seguridad internacionales.
Otra cosa fue lo que ocurrió con otros «socios» imperiales de Estados Unidos fuera de Europa: en Latinoamérica o en el sureste asiático «la conducta de Estados Unidos fue más arbitraria, brutal y sin consentimiento de las partes» -recalca el profesor Harper.
LA UNIÓN SOVIÉTICA, ACTOR CLAVE DE LA VICTORIA
Para los soviéticos, la conflagración mundial comenzó con casi dos años de retraso: la madrugada del 22 de junio de 1941, cuando los ejércitos alemanes lanzaron la invasión de la URSS pese al tratado de no agresión entre Hitler y Stalin.
El llamado pacto Ribbentrop-Molotov (1939), atribuido por los historiadores a la necesidad que tenía el Kremlin de ganar tiempo para afrontar una guerra que consideraba inevitable, contenía un protocolo secreto sobre la partición de Polonia y la entrega a la URSS de Lituania, Letonia, Estonia y Besarabia, y dejaba a Finlandia en la órbita de influencia de Moscú.
De ahí que no sorprenda que el comienzo de la Segunda Guerra Mundial sea una página prácticamente relegada al olvido en la conciencia colectiva del país. Sólo tras la apertura liderada por Mijaíl Gorbachov a fines de los años 80 del siglo XX el pueblo ruso se enteró de los detalles secretos del pacto soviético-alemán.
«Sin duda alguna y con todo fundamento se puede condenar el pacto Ribbentrop-Molotov suscrito en agosto de 1939, pero un año antes Francia y el Reino Unido firmaron en Múnich el conocido pacto con Hitler e hicieron trizas las esperanzas de articular un frente unido de lucha contra el fascismo», dijo en su momento el actual presidente ruso, Vladímir Putin.
La invasión alemana sorprendió a la URSS con su Ejército prácticamente descabezado por las purgas estalinistas, lo que explica el impetuoso avance de la Wehrmacht en las primeras semanas de una campaña que Hitler calculaba terminar antes de la llegada del invierno europeo de 1941-1942.
Pero la feroz resistencia de los soviéticos, a la que se sumó uno de los inviernos más rigurosos del siglo, frenó la maquinaria bélica de Hitler, que sufrió en las afueras de Moscú su primera gran derrota en la Segunda Guerra Mundial.
Leningrado ya sitiado, Hitler lanza una poderosa ofensiva hacia el sur, con Stalingrado como objetivo.
En la ciudad de Stalin y sus alrededores se libra la batalla más sangrienta de la historia (se calcula unos dos millones de muertos en ambos bandos), que termina el 23 de febrero de 1943 con la victoria soviética. Fue el comienzo de una ofensiva que terminó con la capitulación definitiva de Alemania el 8 de mayo de 1945.
«La gran lección (de la II Guerra Mundial) es que debe haber buena voluntad no solo de los pueblos sino, en primer lugar, de las élites para llegar a acuerdos que eviten que en el futuro se repitan los terribles sufrimientos que padeció nuestra civilización en ese periodo», explica a Efe el historiador y rector de La Universidad Pedagógica Estatal de Moscú, Alexéi Lubkov.
Según datos oficiales, más de 27 millones de soviéticos murieron en la Gran Guerra Patria, como se llama en Rusia el período de la Segunda Guerra Mundial que vivió la URSS, entre el 22 de junio de 1941 y el 9 de mayo de 1945.
«Y hoy vemos con gran estupefacción los intentos evidentes de minimizar el papel y el aporte decisivo de la Unión Soviética a la victoria» sobre la Alemania nazi, añade Lubkov, quien atribuye este hecho a la coyuntura política y al orden mundial actuales.
ALEMANIA, ENTRE LOS RECUERDOS DEL DOLOR Y DE LA CULPA
Para Alemania, la gran derrotada, la manera de recordar la II Guerra Mundial oscila permanentemente entre el recuerdo del dolor que pareció su pueblo y la culpa que sintieron sucesivas generaciones y parte de la clase dirigente.
El reconocimiento del sufrimiento causado tuvo un momento histórico y de una inmensa emoción aquel 7 de diciembre de 1970, cuando el entonces canciller, Willy Brandt, se arrodilló ante el monumento a las víctimas del gueto de Varsovia.
Otro tuvo lugar el 8 de mayo de 1985 con un discurso del entonces presidente Richard von Weizsäcker que hablaba de la fecha de la capitulación como «el día de la liberación».
«Lo que dijo no era nuevo. Cuando leo el discurso con mis estudiantes lo que dice les parece obvio. Pero el asunto es quién dice algo y dónde», dijo a Efe el historiador Paul Nolte, de la Universidad Libre de Berlín.
Von Weizsäcker venía de las élites conservadoras, con lo que su discurso hacía que el reconocimiento de la culpa no fuera solo patrimonio de las izquierdas.
«Dejaba clara la relación indisoluble entre la II Guerra y los crímenes nazis, lo que para muchas personas de cierta edad era doloroso», añadió el historiador.
Tres días antes del discurso, el entonces canciller Helmut Kohl visitó, en compañía del presidente estadounidense Ronald Reagan, un cementerio de soldados en donde estaban sepultados 43 miembros de las SS.
Entre esa visita y el discurso de Von Weiszäcker Nolte hay, según Nolte, alguna conexión. En los años ochenta, a su juicio, aumentó la necesidad de los alemanes por afrontar su propio pasado.
«De un lado estaban los ‘normalizadores’, y del otro los partidarios del recuerdo crítico. Kohl pertenecía al primer grupo y Von Weizsäcker al segundo», señala.
Kohl impulsó la creación en Berlín del monumento de la Neue Wache, con una reproducción de una escultura de Käthe Kollwitz; monumento consagrado a «las víctimas de las guerras y las dictaduras».
El monumento generó rechazo de quienes consideraban, como decían algunas pancartas en la inauguración en 1993, que «los verdugos no pueden ser considerados víctimas».
«¿Hay víctimas de la guerras y culto a los caídos al margen del contexto político? Para la I Guerra eso tal vez sea posible. Para la II Guerra, no, ya que sin duda fue una agresión nazi de conquista y exterminio», comenta Nolte para resumir la clave de la polémica.
La Neue Wache, al final -explica el historiador-, sólo fue posible junto al monumento a las víctimas del Holocausto, que es el que finalmente se impuso en la percepción de Berlín y por donde pasan todos los turistas.
Recientemente se han observado tendencias revisionistas por parte de grupos ultraderechistas como Alternativa por Alemania (AfD), actualmente con representación parlamentaria, lo que para Nolte muestra que las heridas de los años 80 y 90 siguen abiertas.
Sin embargo, el historiador no ve peligro en el nuevo revisionismo: «El fundamento crítico y liberal de la sociedad alemana es sólido, aunque debemos permanecer alerta y trabajar para darle a los jóvenes una visión crítica del pasado alemán».
JAPÓN, DEL IMPERIALISMO EXACERBADO A LA FIRME ALIANZA CON EEUU
Japón, anclado al otro lado del océano Pacífico, vigilado por China y Rusia Oriental y vecino de la península de Corea, no conocía invasiones. Su carácter insular, sus devastadores tifones, le defendían. Ni los mongoles consiguieron ocupar el archipiélago.
Con un fuerte nacionalismo y un gran sentimiento patriótico en la población, los militares nipones consideraban en la preguerra de 1939 que la suya era la única nación civilizada de verdad.
Creyéndose legitimados por creencias tradicionales de cariz sintoísta, se lanzaron a una aventura expansionista que consideraban «necesaria y beneficiosa para el orden internacional» de Asia. La propaganda militarista difundió que el apoyo a la guerra era un deber sagrado de los japoneses.
Pero tal sueño llegó a su fin el verano de 1945. Esta vez no aparecieran los ansiados tifones; tampoco resultaron eficaces los ataques suicidas (‘kamikazes’): sólo las dos bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, que mataron de inmediato a 214.000 personas, aceleraron la derrota.
Japón firmó la capitulación ante el general estadounidense Douglas MacArthur a bordo del «USS Missouri» en la bahía de Tokio el 2 de septiembre de ese año. Estampó su firma el ministro de Relaciones Exteriores, Mamoru Shigemitsu, en nombre del emperador Hirohito, quien anunció la derrota a sus súbditos a través de la radio.
Un intento fallido de golpe de Estado estuvo a punto de arruinarlo todo: oficiales del Ejército pasaron a cuchillo a la guardia en busca de la grabación radiofónica para evitar que los japoneses escucharan que había llegado «la hora de soportar lo insoportable», palabras con las que el emperador se refirió a la rendición del país.
El fracaso de la intentona llevaría al suicidio a 500 de los oficiales y soldados que intervinieron en la intentona.
La historia habla del shock que produjo el mensaje en la población japonesa, pues jamás había escuchado la voz de su emperador, considerado un dios viviente.
Las sorpresas continuarían: en enero del año siguiente Hirohito, también a través de la radio, rompía con la creencia milenaria de la divinidad de los emperadores al anunciar simple y llanamente que él no era un dios, sino un ser mortal más como cualquier otro.
Pese a que él mismo se ofreció a asumir su responsabilidad, el emperador nunca fue juzgado por los crímenes de guerra cometidos en la contienda porque el general MacArthur lo rechazó.
Desde entonces, el emperador (hoy Naruhito) es «símbolo del Estado y de todos los japoneses», aunque de puertas adentro, en el palacio imperial de Tokio, sigue siendo el sumo sacerdote del sintoísmo -ya no la única religión del país- y participa en multitud de ceremonias y ritos.
La Constitución de 1946, redactada en inglés y traducida al japonés, convirtió a Japón en un país pacifista, sin Ejército pero protegido por el país que le derrotó, Estados Unidos.
Las reformas abrieron el país a la modernidad, a la vida democrática, y permitieron en pocos años el milagro económico nipón, que tuvo un gran momento con los Juegos Olímpicos de 1964 y que convirtió al país en la segunda potencia del mundo.
Luego vendrían las varias recesiones económicas de los años 2000 y la irrupción de China, que ha desplazado a Japón al tercer lugar.