Dicen que cuando Sigmund Freud se enteró que su libros habían sido quemados por los nazis, exclamó: “¡Cuánto ha avanzado el mundo: en la Edad Media me habrían quemado a mí”! Hoy cuando nos creemos herederos de una sociedad moderna, tolerante, civilista y democrática, pareciera que aun esos viejos moldes de la inquisición se volvieran a reeditar en los comportamientos del fanatismo de los opositores al gobierno nacional.
Cuando los síntomas del cambio amenazan la estabilidad del orden existente, hasta los libros, monumentos y símbolos entran en la larga lista de los objetivos de agresión de los hirsutos partidarios de la conservación del actual estado de cosas. Racismo, clasismo, elitismo, indiferencia e incluso intolerancia, son unas de las tantas conductas que se repiten en el ejercicio político de la oposición.
Estamos en un proceso de politización en desarrollo, la gran multitud se está definiendo por una orientación que se disputa dos sentido de país: el que puede cambiar con reformas para abrir el camino de las transformaciones aplazadas durante más de cien años o seguir en el atraso y la conservación de un modelo de Estado inamovible, atado al pasado y a las viejas formas con las que se creó el privilegio para pocos por cuenta de muchos.
La disputa es por ganar el sentido común de la ciudadanía hacia una opinión consciente sobre el devenir del país y en especial de los derechos que están en discusión sobre tal o cual modelo es el que puede garantizar su verdadera realización, como es el caso de la salud, o los derechos laborales. Mientras para unos existe la potencia movilizadora de la pedagogía de calle, el discurso explicativo de plaza pública, el acercamiento de la acción participativa del meeting o la concentración y la marcha, para otros, el mecanismo más idóneo es el matoneo mediático, la persecución colectiva, el señalamiento y abucheo, el amedrentamiento público a los contradictores, el acoso y en no pocos casos, agresiones violentas a ciudadanos que no comparten sus ideas políticas.
Aturdidos por el exceso de información de las redes sociales y en especial por las noticias fabricadas en los medios de comunicación dominantes en la opinión pública, dedicados a elevar la tensión social y la polarización, bajo refinados mecanismos de descrédito y manipulación de los argumentos sobre las reformas del gobierno nacional, han creado la matriz de descontento e incomprensión de ciudadanos que solo tienen a la mano, los elementos básicos de difusión que distorsionan la realidad de los hechos actuales.
Muchos ciudadanos incautos han caído presa del inmediatismo mediático, que prefiere seguir reproduciendo la vieja lógica “del confunde y vencerás”, antes que preferir escuchar para pensar. La democracia colombiana está puesta a una dura prueba de fuego: elevamos la cultura democrática de la ciudadanía con pedagogía explicativa y deliberativa sobre las reformas o dejamos en la irracionalidad pasional poco elocuente y argumentativa de incendiarios políticos de los partidos de la oposición, que sigan calentando el país sin debate, sino con agresiones e insultos.
Lo que sucedió hoy en las inmediaciones de la Alcaldía de Medellín, contra transeúntes y funcionarios del Centro Administrativo Distrital, provocado por los manifestantes de la marcha de los sectores opositores a las reformas del gobierno nacional, prende las alarmas sobre el incremento de la intolerancia política con la cual se está diseñando el proyecto de ultraderecha y su reinvención orgánica en el escenario local, regional y nacional.
De la misma manera, la agresión de manifestantes en el sector de San Antonio en el centro de la ciudad, contra un grupo de activistas que con una réplica de la paloma de la paz hacían un llamado a la no violencia y la convivencia pacífica, son muestra clara de una tendencia a inocular en las manifestaciones políticas, un modo de control social para disputar la movilización callejera bajo la intimidación, el acoso, la persecución y los ataques personales.
Curiosamente, los opositores, la “gente de bien”, que rechazó la violencia de los vándalos del estallido social, son hoy la primera línea de agresores contra los ciudadanos que se han manifestado partidarios de las políticas del gobierno nacional. Los mismos que reclaman el respeto por la institucionalidad y la constitución, son lo que incitan y provocan acciones de hecho contra las instituciones, funcionarios y gente del común.
En democracia no todo vale, mucho menos la violencia para la consecución de objetivos políticos. No quisiéramos vernos sometidos a tener que renunciar a la movilización y las reuniones callejeras por temor a la agresión de los opositores. Hay que estar atentos a este tipo de conducta social autoritaria que se intenta imponer como lo hicieron los nazis en su ascenso al poder: primero en la calle marchando con sus camisas negras, luego quebrando vidrios de los locales de comerciantes judíos, quemando bibliotecas y libros, pintando esvásticas en las puertas de las casas de los enemigos del movimiento en ascenso, hasta que lograron con el terror destruir la democracia alemana.
Estamos disputando también los símbolos, los espacios, las palabras, los colores, las pasiones, el sentido de pertenencia a imágenes y representaciones colectivas que nos identifican con aspiraciones, sueños, realizaciones y posibilidades como sociedad y por ello, está al orden del día la potencia creativa para defender la paz, la justicia social y la democracia en las calles, los muros, escuelas, universidades y barrios. Ha llegado el momento para la construcción de una cultura democrática para el cambio. El futuro nunca estuvo tan cerca.
La lotería de Medellín "felicita" al nuevo millonario