Me llevaron a pagar una promesa al Señor Caído, aunque yo no fui ni el que hizo la promesa y mucho menos al que se la cumplieron, aun así, regresé a casa con el espíritu más tranquilo, y convencido de que Dios nos va dando lo que nos tiene que dar.
Me criaron en el seno de una familia católica, en un municipio profundamente católico que tiene santuario propio, y que era centro de peregrinación para los sicarios de la novela de Vallejo, y para los de verdad. En un municipio en el que desde pequeñitos nos enseñan la Oración a María Auxiliadora, y en el que le cuentan a uno “la leyenda” del Padre Ramón Arcila, mientras contempla la escultura en su honor en el parque de Sabaneta, al lado de la de Bolívar.
Sin embargo, hoy podría definirme más como un gnóstico que como un católico, apostólico y romano. Creo en Dios como una fuerza divina que todo lo sabe -omnisciente-, todo lo puede -omnipotente-, y todo lo ve -omnipresente-, pero me cuesta mucho entregarme con devoción a los rituales de la iglesia. Para mí un acto como ir religiosamente a misa cada domingo, válgame el juego de palabras, carece de sentido si al salir del templo ya están mirando con asco al “gamín” que pide una moneda para comprarse un pan o un bareto para calmar el hambre. Para qué hacer un rosario con aves marías en automático mientras van pensando en cómo escaparse con la vecina, en el arreglo del carro, o en el hijuetantas* del jefe. Van por el mundo a Dios rogando y con el mazo dando.
Por eso, algo como “hacerle una promesa a un santo” para recibir un favor, me suena a un soborno espiritual, y es peor cuando se vuelve un chantaje como con el pobre San Antonio al que le secuestran al niño. Pero mi cuñada sí cree en las promesas. Hace un par de meses le prometió al Señor Caído que, si conseguíamos trabajo ella, su hermana y yo, íbamos a su santuario a escuchar misa, y pues era más fácil ir a Girardota que hasta Buga. Ellas ya consiguieron empleo (yo sigo buscando) entonces había que ir a pagar la promesa. Les dije medio en chiste, medio en serio, que viéramos la misa por Facebook Live, pero no quisieron.
Hicimos la peregrinación desde Sabaneta, que hasta Girardota es un paseo de olla. Llegamos justo a misa de 10, y nos ubicamos al pie del altar del Señor Caído. El templo muy bonito, todo hay que decirlo. Mi hija me pidió unas monedas para prender una veladora de esas eléctricas tipo alcancía, que para ella es más una atracción de feria que un acto de fé. Y comenzó la misa.
Lo primero que me llamó la atención, fueron los feligreses que entraron de rodillas hasta el altar, cinco en total mientras duró la misa. Pero lo que en definitiva me capturó fue cuando inició la primera lectura. Era una lectura del Primer libro de Reyes, en la que el profeta Elías le pedía a una viuda muy pobre que le hiciera una tarta con el último puñado de harina que tenía para alimentarse ella y su hijo, y tras hacerlo, el profeta le asegura que Dios no dejará que ese último puñado de harina se termine, aunque haga pan todos los días, mientras llegan tiempos mejores.
Me lo tomé de forma personal, como si ese mensaje para la viuda fuera para mí, una persona común y silvestre, preocupada porque no tiene trabajo hace varios meses, y que fue a misa un domingo cualquiera por “un negocio” de su cuñada. ¿Coincidencia o Diosidencia?
Me devolví para la casa mucho más tranquilo, seguro de que Dios nunca dejará de darme lo que mi familia y yo necesitamos para seguir adelante, aunque esté asustado porque crea que la harina en mi saco está por terminarse, Él siempre nos cuidará, y es que Dios aprieta, pero no ahoga.
*Palabra modificada de su versión original por criterio editorial del periódico
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