Resumen: Nostalgia navideña: un viaje al pasado en busca de tradiciones perdidas. Una reflexión sobre cómo han cambiado las celebraciones navideñas y el valor del tiempo.
En estos días de fin de año tengo en mi cabeza un amasijo de sentimientos, una especie de salpicón de emociones donde se conjugan la alegría, la satisfacción y también la nostalgia; el año termina y lo primero que hay que saber es que ese tiempo no volverá. El tiempo es lo más valioso que puede ofrecer el ser humano, entre más años tenga la persona más vale su tiempo porque le queda menos.
Destaco en estas líneas la nostalgia por el recuerdo que me producen muchas cosas que ya no se hacen y otras que, con el paso del tiempo, se han dejado de hacer. El espíritu de la navidad no es el mismo. En medio de los festejos navideños se siente con fuerza el ímpetu de lo posmoderno que envuelve la sociedad en un comercio donde todo tiene un precio y no un valor; me explico, los buñuelos, la natilla y las hojuelas tenían el valor de haber sido amasados por una madre, una tía, una hermana, o alguien de la familia, pero… hoy no, hoy todo se compra hecho, hoy todo tiene un precio.
Estar al lado de una paila que emanaba con sus brasas ese calor de hogar nos hacía sentir en familia, y, aunque el humo, en ocasiones fastidiaba nuestros ojos, mis hermanos y yo no dejábamos de rondar la paila de donde salían los más ricos manjares.
Era navidad y comíamos y comíamos sin compasión, no era cuestión de hambre sino de compartir; en las décadas de los setenta y los ochenta, todo el barrio compartía, a la casa donde uno entrara le ofrecían de todo, mi madre me mandaba a llevar un plato de natilla con buñuelos a algunas vecinas y ellas respondían de la misma forma, épocas aquellas. Ah, las casas eran de puertas abiertas, no había rejas, todos en la cuadra éramos una familia. Estoy nostálgico.
En muchos hogares los festejos de fin de año empezaban el 8 de diciembre, día en que alguno de los tantos hijos hacía la primera comunión. Generalmente todo terminaba en un baile casero, por lo que era necesario guardar el comedor o desbaratar una cama para que los invitados pudieran caber y bailar, la casa se transformaba y allí se departía con los vecinos hasta el amanecer.
Recuerdo que no había miedos, temores o angustias, no, todo era muy sano, con decir que, hasta el bailar era sano, no había dobleces o extravagancias que hicieran sentir mal a las mujeres, todo era respeto y buenos modales. En la casa había un tocadiscos donde mis hermanos mayores hacían sonar la música de Guillermo Buitrago, “El loco” Gustavo Quintero, Rodolfo Aicardi, La Billo’s Caracas Boys, Los Melódicos y muchos más. Debo aclarar que por aquellos años maravillosos no habían inventado el reguetón.
Los alumbrados navideños se prendían el siete de diciembre, día de las velitas, ni un día más ni un día menos, no como hoy que algunos los prenden desde noviembre. Quemadas las velitas, a los pocos días salíamos a recorrer mangas y potreros en busca de un chamizo para hacer el árbol de navidad; en gallada, como decíamos en el barrio, nos íbamos con machete en mano, a buscar aquellas ramas secas que nos sirvieran para decorar la sala de nuestra casa.
Con paciencia, hilo y algodón de colores o blanco, según las preferencias, se forraba aquel chamizo antes de ponerle unas bolas grandes e inmensas en medio de unos bombillitos, no tan pequeños, que hacían las veces de instalación navideña. Para que el árbol se sostuviera era necesario llenar un tarro con piedras y tierra, tarro que luego se forraba en papel de regalo. Aunque sencillo, el árbol de navidad le daba vida a la casa, se sentía ese ambiente decembrino, al mirar titilar las luces se sentía que era la época más feliz del año, la casa toda olía a diciembre. Para ser sincero, me ha sido difícil olvidar ese árbol de navidad forrado en algodón.
En estos días leía un artículo, en la prensa local, donde se decía que el pesebre poco a poco ha ido desapareciendo tanto de las casas como de los lugares públicos, hoy por lo general se encuentran pesebres en los centros comerciales y obviamente en los templos católicos, pero, difícilmente en algunos barrios o salas de las casas.
A pesar de ser anósmico, llega a mi mente ese olor a musgo que expelían los pesebres en mi niñez, de niño me iba con mis hermanos por todo el barrio, la idea era asistir a varias novenas y asegurar el dulce que nos daban. Recuerdo que cuando en la casa hacían el pesebre era necesario desbaratar la sala, correr algunos muebles y organizar un tablado deforme, con cajas de cartón, para luego forrarlo con papel encerado, un papel verde que daba la impresión de estar en medio de la naturaleza.
Había unas casitas de cartón que se armaban, unas ovejas que poco permanecían erguidas, y sobre todo muchos animales. La creatividad de algunos para recrear un pesebre era impresionante.
Siempre he estado en desacuerdo con quienes dicen que todo tiempo pasado fue mejor, no, cada tiempo tiene su encanto y seguramente este también lo tiene, pero, tal vez por mis años puedo hacer una comparación entre el ayer y el hoy, lo que me lleva a decir que mucho, pero mucho hemos cambiado. La sociedad de hoy es frívola, calculadora y desconfiada, así no es fácil celebrar con el verdadero sentido de la hermandad. La verdad estoy nostálgico, pensemos que este es el mejor de los tiempos y, que todos tengamos una feliz navidad.
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