Opinión

Me olvidé de vivir

Como todas las tardes, terminada mi jornada laboral, me voy caminando a casa, al caminar voy pensando en la ciudad, la gente y sus paisajes. De un momento a otro vi como una casa grande del barrio Calasanz, en Medellín, la convirtieron en un ancianato; todos los días, a la misma hora, paso por ahí y veo los viejitos sentados en el andén a manera de recreo.

Hace pocos días pasé a la misma hora y había un solo viejito sentado en una silla desvencijada, aquel anciano lloraba y lloraba como un niño desconsolado, me partió el alma. Por las ropas que vestía, más grandes que su cuerpo, parecía huérfano y desamparado. Al dejar de mirarlo mis ojos humedecieron de tal forma que fue necesario usar mi pañuelo; seguí caminando a la vez que lloraba en silencio, no dejaba de pensar en aquel anciano sumido en llanto, tantas cosas pasaron por mi cabeza que por momentos me vi reflejado en aquella escena, claro, yo también estoy viejo.

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La imagen de aquel hombre quedó en mi mente por mucho rato, mientras caminaba solo pensaba en la vejez, en mi vejez, una etapa de la vida que cada vez siento más cerca, en la que sé que con orgullo sabré llevar la experiencia de los años vividos. Siempre he disfrutado de los ancianos, desde mi adolescencia me gustó hablar con personas mayores, en una fiesta o reunión, compartía con los adultos, me parecía que me aportaban más, fue así como en tiempos pretéritos uno de mis amigos del barrio dijo que yo parecía un viejito prematuro. Cómo no deleitarse hablando con un anciano, estoy de acuerdo con el escritor, Alberto Salcedo Ramos, cuando dice que “…oír hablar a un viejo es como leer con los oídos”, a la vez que reitera lo dicho por el poeta senegalés, Leopoldo Sedar, “cuando un anciano muere es como si se quemara una biblioteca”.

Con mi mente retraída, sin dejar de pensar en aquel anciano, llegué a la casa, encendí la radio y, por esas coincidencias de la vida estaba sonando una canción de Julio Iglesias: “Me olvidé de vivir”; “de tanto correr por la vida sin freno, me olvidé que la vida se vive un momento. De tanto querer ser en todo el primero, me olvidé de vivir, los detalles pequeños. De tanto gritar mis canciones al viento, ya no soy como ayer, ya no sé lo que siento. Me olvidé de vivir, me olvidé de vivir…” Tal vez aquel anciano se olvidó de vivir, sí, muchas veces los padres crían a sus hijos, nietos y demás miembros de la familia dándoles todo el gusto del mundo y olvidándose que ellos también tienen necesidades; cuántas veces papá y mamá dejaron de comprar cosas para ellos pensando en mí y en mis hermanos.

En medio de tanta angustia pensé que a la sociedad poco o nada le importan los ancianos, se preocupan por una serie de eufemismos tontos; “tercera edad”, “adulto mayor”, “hogar geriátrico”, ¿y… los viejos qué?, no pretendamos cambiar la realidad poniéndole nombres nuevos a las cosas.

Me pica la lengua si no lo digo, yo amo las mascotas, he tenido mascotas, pero, me parece injusto que algunas personas le presten más atención a su perro o su gato, mientras en la misma casa un anciano muere de soledad en medio de tanta gente, escondido en uno de los cuartos traseros sentado en una mecedora, la cual por falta de fuerzas no alcanza a mecer. Nadie le conversa, nadie lo acaricia, y algunas veces se vuelve un estorbo para la cotidianidad familiar.

Pienso en la angustia de algunos viejos postrados en una cama esperando que alguien haga algo por ellos, pienso en esos ancianos olvidados por sus hijos. ¿Cuántos ancianos hoy no habrán desayunado? Me parece que a los niños de hoy se les debe enseñar a envejecer, a no ser indiferentes a una realidad, no digo tratarlos como ancianos, sino enseñarles a ver la vida como un ciclo que empieza pero que algún día termina. Lo digo porque algunos niños y jóvenes miran a los ancianos con fastidio y desprecio, no son conscientes que ellos también serán viejos.

Envejecer, para mí, es como escalar una gran montaña, paso a paso uno va subiendo, claro, las fuerzas disminuyen, pero, al llegar a la cima se tiene una mirada del mundo más amplia y serena, al menos así pienso yo. Lo importante para mí es envejecer con dignidad, es saber ser viejo sin lamentaciones.

Quiero recordar en estas líneas una obra maravillosa que recomiendo a todos aquellos que gusten de los buenos libros; “La muerte de Iván Ilich”, del escritor ruso, León Tolstoy. Un libro pequeño pero que toca la fibra humana. No lo contaré, pero si les dejaré una idea a todos aquellos que deseen leerlo; Iván fue un servidor público, de la Rusia zarista, preocupado siempre por escalar los mejores puestos burocráticos y desde luego los mejores honorarios que le permitieran vivir en medio de lujos y vanidades, para luego morir despreciado por sus amigos y hasta por su propia familia.

Iván Ilich luchó por conseguir tantas cosas materiales que se olvidó de vivir. Que tonto fue Iván Ilich, sabiendo que llegamos al mundo sin nada, y cuando nos vamos no podemos llevarnos nada; ¿entonces por qué nos amargamos la vida acumulando cosas?, no entiendo. El mejor consejo que les puedo dar, si me lo permiten, es que vivan la vida sin amarguras, vivan a plenitud buscando siempre ser felices, no se olviden de vivir.

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