Continuando con el análisis del texto Centralismo, descentralización y federalismo en la historia de Colombia escrito por el ex ministro José Antonio Ocampo, nos vamos adentrar ahora en la génesis del centralismo y la centralización del Estado colombiano. Luego del pulso entre Bolívar, el libertador y Santander, el hombre de la leyes, en el Congreso de Cúcuta, en torno al centralismo y al federalismo que ganó este último al asumir la Presidencia de la Gran Colombia (1832 – 1837), prolongando su vigencia durante tres décadas (1853 – 1886).

1886 se convertiría en el punto de quiebre, merced a la voltereta de uno de los más caracterizados exponentes del radicalismo liberal, Rafael Núñez. El converso regeneracionista, enantes fervoroso federalista y uno de los gestores de la Constitución de 1863, dio un viraje político de 180 grados. Para Núñez, el radical (1855) “la Federación es nuestra tierra prometida (…) la historia administrativa de la Nueva Granada, casi desde su fundación, es la historia del desarrollo de los fueros seccionales, a despecho de la más obstinada resistencia del poder nivelador, o sea del centralismo”.

Pero, años más tarde renegó del radicalismo liberal, con el que había hecho causa común y había sido participe de la entronización del federalismo. En su diatriba contra esta, después de declararse liberal independiente (1875), afirmó  que “el gobierno general (léase Gobierno central) no es, por tanto, sino simple delegatario revestido de especiales atribuciones administrativas por la voluntad de los Estados… Las funciones de la autoridad nacional son limitadas; mientras que las funciones del Gobierno de los Estados abrazan generalmente todo lo que puede ser materia principal de administración pública”.

Al alimón con Miguel Antonio Caro, de acendrado espíritu conservador, proclamó la Constitución de 1886 y a través de esta se revirtió el federalismo, que fue borrado como institución y en su lugar se consagró una estructura del Estado colombiano regida por el principio de una República unitaria con una fórmula dicotómica de “centralización política y descentralización administrativa”, pero que siempre tuvo más centralización política que descentralización administrativa. Se adujo como pretexto por parte de Núñez para dar este giro en U la necesidad de unir “lo que es necesariamente indivisible”. Desde entonces ha primado en Colombia un régimen presidencialista, en donde el Presidente de la República además de ser el Jefe de Estado, es el jefe de Gobierno y Suprema autoridad administrativa. Podríamos decir que este fue el origen primigenio del agobiante centralismo que aún pervive en Colombia.

Como lo sostiene Ocampo, el desmonte del régimen federal y la entronización en su lugar del centralismo a “ultranza” fue traumático, tortuoso y violento, alcanzando su clímax en la guerra civil más cruel y cruenta de todas cuantas asolaron a Colombia en el siglo XIX. Nos referimos a la guerra de los Mil días, la más duradera (17 de octubre de 1899 – 21 de noviembre de 1902) y sangrienta, la que aprovechó EEUU para aupar y estimular el secesionismo que terminó con la separación del departamento de Panamá de Colombia.

Muestra Ocampo cómo “la concentración de los ingresos tributarios en el nivel nacional era ya alta en 1929, pero se acentuó después de la segunda guerra mundial y muy especialmente desde 1967”. No obstante, fue justamente en la administración del Presidente Carlos Lleras Restrepo cuando el centralismo, la centralización y la concentración de poder empezó a ceder, gracias a la reforma constitucional de 1968 a través de la cual se creó el Situado fiscal, una bolsa de recursos del Presupuesto General de la Nación que se le transfieren a los departamentos y municipios. Adicionalmente, se crearon una serie de institutos descentralizados.

Hago la salvedad que si bien se desconcentraron estos recursos, estos iban aparejados con nuevas funciones y competencias que la Nación delegó en cabeza de las entidades territoriales. Por ello, coincido con Ocampo cuando afirma que este paso “aunque de espíritu descentralizador, condujo a la nacionalización de facto de la educación primaria y de la salud a través del control central sobre los fondos educativos regionales (FER) y los servicios seccionales de salud (SSS), dejando a los departamentos sin funciones económicas y convirtiéndolos en meras agencias políticas del Gobierno nacional”. Lo propio ocurrió con los municipios, los cuales “pasaron a depender casi completamente de las transferencias y de las agencias nacionales”.

Según Ocampo los avances obtenidos en materia de descentralización tuvieron un duro revés posteriormente y en su concepto sólo se retomaría su hilo conductor en los años 80 del siglo XX, con medidas tales como la Ley 14 de 1983 y el Decreto – legislativo 232 de 1983, mediante los cuales se incrementó el porcentaje de cesión del IVA a favor de los municipios. Posteriormente, la Ley 12 de 1986 incrementó la cesión del IVA a favor de los municipios del 30% al 50% (¡!).

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