Suele costar bastante, a lo largo de la historia personal, familiar, social y de la especie, pasar al proceso del perdón, que requiere la educación necesaria para hacer una valoración proporcionada de los impulsos de rechazo, a veces casi inmediatos, ante la experiencia de haber recibido un daño.
Según Juan Fernando Sellés, en su libro “Antropología para inconformes”, “Sólo el hombre puede pedir perdón, pues los animales no pueden hacer el mal a sabiendas -son siempre inocentes-, porque sólo pueden obrar de un modo, ya que no son libres, ni, en consecuencia, responsables.”
Los cuerpos vivos no humanos obran sin plantearse en qué consiste el ser del agresor y cuáles son las posibles alternativas de reacción ante lo percibido como un daño recibido injustamente o por una inadvertencia que, con más atención, podría haber sido evitada.
La reacción netamente química con la que un cuerpo vivo aúna las apariencias percibidas, sucede por reacciones de partículas de energía.
En cuerpos más evolucionados, si existe cerebro suficientemente desarrollado, se cuenta con un sistema que percibe información a través de las neuronas y genera una reacción de agrado o de molestia en las facultades internas, dando lugar a estímulos emotivos que mueven a movimientos instintivos, en los que se correlacionan partes del cerebro asociadas imaginativamente con el cumplimiento, o no, de las necesidades de conservación del indiviuo y de la especie.
De este modo causal se detonan aversiones o deseos orgánicos que llevan a reacciones químicas y físicas, algunas perceptibles por otros cuerpos vivos.
Si las reacciones emotivas e instintivas son percibidas entre seres humanos, al ser éstos realidades constitutivamente corporeoespirituales, las viven además espiritualmente a modo de sentimientos o mociones orgánicas llamadas desespecializadas, por ser asequibles a una reflexión, valoración y gestión espiritual además de biológica.
Este modo de autogerenciarse puede ser ocasión de que la persona contextualice los estímulos percibidos desde la perspectiva de su propia identidad y calibre su tendencia a ser agresor, según la perspectiva de la unidad, propia y del agresor, entre su pasado, presente y futuro infinito, por el hecho de ser humanos.
De este modo se es capaz de aprovechar una situación de recepción de daño, para perdonar de corazón a todos los que intervinieron en la cadena de acciones y omisiones que hicieron posible el agravio.
A veces las ofensas son mutuas y las disculpas también deben serlo. Esto es posible porque se tiene capacidad de ver que la ofensa es menor que quien la hace y quien la recibe. El que la causa deliberadamente se ha convertido en una persona menos buena al perder la oportunidad de hacerse mejor si hubiera optado por la decisión y la conducta acertadas.
También el mal puede haber sido fruto de la debilidad o la fragilidad con la que alguien fácilmente se dispersa de su deber de estar alerta para no ir a causar algún perjuicio a sí mismo o a otros, o de la responsabilidad de procurar siempre hacer el mayor bien posible.
A veces no se puede estar tan alerta porque se tiene la atención en algo que está impactando más fuertemente. Hay muchas causas por las que es más fácil equivocarse, como problemas propios o de seres queridos, carencias, cansancio, sueño, euforia, un suceso que se vive con profundo impacto afectivo, ciertos fármacos que es necesario consumir, algunos rasgos de personalidad, una viva percepción de estar siendo agredidos o estar bajo el impacto de un gran fracaso o una calamidad.
Hay dos motivos para solicitar el perdón: cuando se piensa que se ha hecho un mal, por acción u omisión, y cuando una persona necesita recibir una solicitud de disculpas. Siempre es de justicia vivir el deber de desagraviar, directa o indirectamente, pero del modo más completo posible a nuestro alcance.
Al recibir una solicitud de perdón, quien se considera víctima contextualiza diferente su percepción de haber recibido un daño y se dispone más fácilmente a disculpar y facilitar que quien ha causado el inconveniente no lo pase tan mal: ha valorado más a la persona que al error, aunque éste sea el desamor de un ser querido o una agresión a éste, que suelen estar entre los daños identificados como mayores.
En el s. XIX comenzaron a consolidarse las bases neuroanatómicas de la impulsividad, que suele tener que ver con hacer daño, observando cambios de conducta en personas que sufrían accidentes en algunas partes del encéfalo.
Ahora se sabe, por ejemplo, que cuando están afectados los lóbulos prefrontales, que ocupan el tercio anterior del cerebro, o reciben la influencia de ciertos estímulos, puede haber un desajuste que altera el apoyo que la biología da a la autogestión responsablemente libre en las actitudes, reflexiones, decisiones y conductas, no pudiendo un ser humano controlar bien su impulsividad, que tiene que ver, igual que las emociones, con diferentes áreas y redes de conexiones neuronales.
A causa de este tipo de lesiones, una persona puede volverse, por intensa tendencia biológica, insegura, insensible a las necesidades de los demás, pueril, irreverente, obscena, caprichosa, indecisa, impaciente y obstinada. Aunque tenga cierta capacidad de prever el efecto de su conducta, le queda más difícil controlar su impulsividad.
Estas personas tienen dificultades con sus capacidades ejecutivas, por eso les cuesta desarrollar habilidades de previsión a largo plazo, vivir un horario para optimizar su aporte familiar y social, ser suficientemente prudentes para huir a tiempo de las ocasiones en las que les va a quedar muy difícil no hacer daño a sí mismo o a otros, persistir en centrarse en bienes mayores para no polarizarse en los que son solo aparentes, procurar ser constantes en exigirse una forma sistemática -más profunda- de pensamiento, desarrollar la paciencia de habituarse a evitar los errores pequeños en la preparación y la ejecución, exigiéndose no concluir ni actuar sin verificar que han completado la información necesaria y, de no ser esto suficiente y caer en el error de hacer daño, pedir perdón, corregirse, reparar del mejor modo y cuanto antes. Así desarrollará la capacidad de evitar daños grandes.
Un recurso irremplazable para evitar a tiempo el riesgo de hacer daño y desagraviar del modo más completo posible, es la autoevaluación críticamente constructiva, antes, durante y después de cada acción u omisión, como lo hacen quienes que deciden vivir todo de modo responsablemente libre.
También se conoce que los daños en las amígdalas cerebrales causan dificultades en la gestión de las emociones y que pueden ser afectadas por lesiones en otras zonas que comprometen el control de la impulsividad, como las ya mencionadas.
Las amígdalas cerebrales son susceptibles de recibir una influencia negativa evitable, de sustancias psicoactivas -alcohol, cocaína y opioides-, estimulantes de una impulsividad sin posible autocontrol, que implica el riesgo de hacerse daño y causárselo a otros.
Las fantasías con las que fácilmente se minusvaloran los efectos de estos medios psicoactivos no son suficientes para evitar su impacto en los cambios de concentración cerebral de algunas sustancias clave en la base biológica del control de los impulsos, como la dopamina y la serotonina.
La dopamina se produce con el estímulo real o aparente, de algo que parece que vale la pena alcanzar con esfuerzo, haciendo posible la sensación positiva de recompensa, influyendo en la acción para alcanzar el objetivo y facilitando biológicamente la resistencia al sufrimiento con tal de alcanzar lo que ha sido identificado como un bien mayor.
La serotonina es producida en los núcleos del Rafe, que son un conjunto de grupos de neuronas ubicadas en la línea media del tronco del encéfalo y causa que receptores situados a nivel de las amígdalas cerebrales, ayuden a frenar la conducta agresiva.
Un déficit en el envío de serotonina desde el Rafe hasta la corteza cerebral, impide que la persona realice una regulación responsable de la inhibición de impulsos agresivos para encauzarse ella misma a la acogida del otro en su totalidad, teniendo presente el posible impacto de las las diferentes alternativas de reacción libre, en la existencia entera propia, del otro y los demás afectados con lo que se decida respecto a la posibilidad de gestionar asertivamente los propios impulsos.
Sin esta actividad cerebral, sería imposible ser ético y desarrollarse armónica e integralmente en cuanto ser humano y miembro de la familia, la sociedad y la especie.
También está el gran mundo del cultivo sano de las virtudes o conductas habituales buenas con las que la persona se hace mejor en cuanto humana, que facilitan dar prioridad a la acogida incondicional de cada ser humano, sin excepciones, durante su ciclo vital completo.
Un ejemplo de virtud que tiene que ver con saber perdonar, es la mansedumbre, con la que se saca provecho al impulso instintivo de la ira ante la agresión que se considera injusta, para fortalecer la capacidad teórica y práctica de valorar a un ser que, en cuanto humano, es siempre un bien superior a lo negativo que surja de él, y está necesitado de ser acogido para que se restaure de los efectos de su error.
Por ser una realidad corporeoespiritual, el esfuerzo que se haga por aportarle algo con la ocasión que sea, incluso la de que ha agredido, es siempre limitado en el tiempo; en cambio, el bien de acogerlo y ayudarle a superar las causas por las que obra mal, tendrá un impacto que, si llega a ser espiritual, no teminará. Es aprovecher lo limitado en el tiempo para alcanzar un bien mayor que no termina.
Hay quienes piensan que el manso es bobo, cobarde o cómplice, pero en realidad ha desarrollado una capacidad intelectual prospectiva de dimensión infinita, por la que no confunde el bien de mayor densidad de realidad -el bien infinito-, con el bien aparente ni con el bien caduco, por eso no absolutiza su valoración del cuerpo sino que le reconoce su correspondiente proporción respecto del bien que es el espíritu humano.
Podría concluirse que una persona es objetiva respecto a la ofensa y al perdón, en lo que su percepción subjetiva coincide plenamente con lo que son y podrán ser, ella y los demás seres personales, cada uno en su contexto y circunstancias, también las cerebrales.
Este realismo enriquecido por los avances científicos sobre la conducta agresora, puede ser eficaz para evitar el daño propio y a otros, y de no ser posible, ayudar a sanar los efectos de éste, pidiendo perdón, perdonando, desagraviando a cabalidad y ayudando a evitar los actos de violencia.
Pero ¿qué mas se gana con perdonar? El mayor bien posible que se puede sacar del agravio: se libera más fácilmente a una persona de su error, se le estimula a que cure las lesiones físicas y espirituales que se ha causado y a que se haga especialmente competente para facilitar que otros no obren mal.
En la proporción en que hacemos un bien, nos damos la oportunidad de alcanzar perfecciones mayores.