Los derechos no se deducen de la ignorancia o del error, sino del mayor conocimiento que se va pudiendo alcanzar, principalmente por Biología y Filosofía, acerca de en qué consisten sus propietarios en cuanto que cada uno es una realidad corporeoespiritual, una persona humana, en su integridad de estructuras y funciones, propia de la unidad exclusiva y espiritualmente infinita de su ser.
Al ser simple el espíritu -no está constituido de partículas subatómicas-, es una perfección superior a la materia que conforma nuestro cuerpo; ésta, al morir, pasa a otras formas de estar estas partículas que lo conformaban; por ejemplo, pueden ser, durante miles de millones de años, parte de millones de cuerpos diferentes, de líquidos, gases o sólidos.
Esto nos ayuda a preguntarnos qué tan razonable es la proporción que reconocemos, entre las valoraciones que hacemos de nuestro cuerpo, sus pulsiones, pasiones, impulsos, tendencias, emociones, etc., y el de cada otro de nuestra especie, con los respectivos cuidados que le damos, y la diligencia con que también cuidamos nuestro pleno desarrollo espiritual y el de terceros.
Cuando nos usamos o utilizamos a otros para lograr fines diferentes a hacernos y ayudarles a que sean, mejores personas, nos convertimos en despreciadores de nuestro mayor bien y, por lo tanto, en nuestros propios verdugos y tiranos, en maltratadores de nosotros mismos y de quienes merecían nuestros mejores cuidados: nos deshumanizamos.
También podemos plantearnos: ¿Diría la verdad si afirmo que valoro coherentemente mi cuerpo, y a la vez no le otorgo el plus de perfección que solo puede lograr si lo vivo de modo que también físicamente, me haga la mejor persona que me es posible lograr ser?
El valor más grande posible para todo cuerpo, es contribuir a la perfección de un bien mayor que lo que un cuerpo es, la de una realidad más perfecta que lo que lo constituye: ser ocasión de que un espíritu se haga, por sí mismo, con entera libertad, mejor persona.
Mi cuerpo no es digno porque yo lo use de cualquier modo para hacer lo que me apetezca, sino porque yo soy persona, y su dignidad se acrecienta siempre que, con ocasión de él, me haga mejor a mí misma.
Solamente doy la altura de quién soy, viviendo mi cuerpo del modo exclusivo con el que, en cada actitud, decisión y acción, me hago la mejor persona que puedo lograr de mí.
Es mi realidad espiritual la que dignifica mi cuerpo. En el mundo conocido, no hay ser humano que no sea cuerpo humano ni cuerpo humano que no sea el ser humano. La dignidad es intrínseca en todo ser humano, porque su constitución es corpórea y a la vez espiritual. Lo constituyente de un ser es lo más íntimo en éste.
El cuerpo no añade la perfección espiritual cuando alcanza a desarrollarse con ciertas estructuras y funciones, que facilitan que el espíritu se exprese en el cuerpo: ser es diferente de expresarse y el espíritu sigue siéndolo de modo independiente a la capacidad física que la persona tiene para evidenciar sus percepciones y demás actos derivados de sus tendencia y demás perfecciones espirituales.
Esto hace posible que, también cuando una persona se equivoca, por más grave que sea su error, nunca pierde su dignidad, aunque haya perdido, respecto de ciertas acciones u omisiones, la qué podría añadir con la acertada gestión de su libertad y demás propiedades.
Un acto indigno es el que contradice lo que hace a alguien mejor persona.
Esta es la causa de que, por reconocer y valorar bienes que son espirituales, haya personas que arriesguen e incluso sacrifiquen su cuerpo. Esto no significa una banalización de un ser humano y su vida, sino la justa jerarquización de su valor. Una persona que no reconoce la realidad del espíritu, termina interpretando su cuerpo y el de terceros, como algo de valor meramente veterinario, y a su libertad, como un simple haz de autogestión.
Su ley termina siendo la de ser “lobo” contra sí mismo y los demás, o la del eterno poder por un supuesto eterno retorno en el que se asegura que nada dé razón de nada y todo acabe dando náusea, porque si a la hora de elegir “todo vale igual”, termina apreciándose uno mismo por lo más bajo, y así sucede con otras interpretaciones de lo real, también de crecientes efectos antihumanizantes, más propios de una ceguera espiritual voluntaria, como la que causa que las madres destruyan a los hijos con el aborto y los hijos acaben con sus padres por medio de la eutanasia, y haya quienes señalen que ambas cosas son “derechos humanos”, como si un capítulo de éstos se denominara “derechos antihumanos”.
¿No está equivocado un Estado que le dice a la madre que tiene derecho a matar a su hijo, y al hijo que tiene derecho a practicarle suicidio asistido o a solicitar la eutanasia a su madre o a su padre cuando éstos no pueden pedirla por ellos mismos, a la vez que le dice a un soldado que tiene que arriesgarse a morir por salvar, “solo si es deseo de la madre”, a la mujer hija o al hombre hijo que ésta lleva temporalmente dentro de su cuerpo, mientras pueden sobrevivir con independencia de éste, o dar también la vida por defender la de la persona frágil que pidió la eutanasia, mientras se cumplen los pazos para “autorizarla” como si el Estado -los funcionarios de turno para decidir esto-, fuera el propietario que autoriza matar o no, y morir por salvar la vida de terceros, a algunos de los que lo conforman?
¿Qué tiene de inteligente afirmar que existe el derecho estatal de decidir a cuáles seres humanos se mata? El Estado es una forma de relación entre seres humanos y ninguna relación es un bien superior a los seres que la realizan o que reciben su efecto.
Lo ético es promover siempre el mayor bien, que es solo uno. Como el ser humano es limitado -tuvo un inicio-, con solo sus capacidades no puede conocer la respuesta completa al motivo, obviamente no posterior a él, por el que fue causado. El actuar coherentemente con las perfecciones que conoce de sí mismo y terceros, le va a ayudando a enterarse mejor acerca de quién es y en qué consiste un ser que es persona y, en este contexto, quien es persona humana.
La acción intencional es exclusiva de seres inteligentes, capaces de orden, belleza, bondad, unidad, conocimiento de la verdad de ser y de la jerarquización de perfecciones o bienes.
El mal es la diferencia entre el mayor bien posible y un aparente “bien mayor”.
El desconocimiento que se tenga de la centralidad de la perfección en que consiste cada uno de todos los seres humanos, desde su concepción hasta el final de la etapa caduca de su vida, que es la biológica, puede llevar a que, en ciertas circunstancias, le parezca que todas las posibles soluciones a un problema tienen inconvenientes éticos.
Esto suele solucionarse cuando se conoce cuál es el bien mayor. De lo contrario, la persona puede quedar perpleja cuando tiene que decidir porque no ve la opción mejor y concluye que de todos modos debe actuar para evitar que el mal sea mayor.
Si se tiene buena responsabilidad y capacidad prospectiva, en ocasiones se alcanza a vivir la prudencia de indagar por sí mismo lo mejor que se pueda y confrontar las conclusiones con quienes tienen mejor experiencia y una reconocida conducta ética.
Como lo ético es elegir el mayor bien posible, es falta de ética propiciar sin necesidad, ocasiones en que haya que elegir un mal menor. Para cuando es imposible evitarlas, el Talento humano en salud en Colombia cuenta con este enunciado sobre el principio del mal menor: “Se deberá elegir el menor mal evitando transgredir el derecho a la integridad, cuando hay que obrar sin dilación y las posibles decisiones puedan generar consecuencias menos graves que las que se deriven de no actuar.”
(http://www.secretariasenado.gov.co/senado/basedoc/ley_1164_2007.html).
Lo que nos está sucediendo no es lo más importante, sino que necesitamos centrarnos en aprovechar esa ocasión para respetar -cuidar acrecentándola-, nuestra propia integridad y la de terceros, optando siempre por lo que nos hace realmente las mejores personas; esto se logra solo con ocasión de lo que nos sucede en cada instante, manteniendo íntegra la perspectiva de la unidad de nuestro ser y de nuestra existencia actual en una etapa temporal, que es la más breve, pero decisiva para la intensidad de la vida real e infinita, de lo mejor de nuestro ser.
El crecimiento en dignidad nunca mengua la de ser la realidad corporeoespiritual en que consistimos. En ese contexto, la mejora personal depende de que nos identifiquemos con el bien elegible más perfeccionante de nuestro ser, a través de un uso óptimo de nuestras facultades, aunque solo pudiéramos usar la de aceptar o rechazar lo que nos sucede.
Respecto a un fin intermedio para alcanzar coherentemente el sentido de nuestra vida, cuando hemos agotado todas las posibilidades para elegir el bien mayor y solo nos es posible aceptar uno menos perfecto -el mal es la diferencia entre el bien mayor y otro-, si no hay otra alternativa que aceptar el siguiente, de mayor a menor, en la jerarquía de bienes -mayores los espirituales-, como algo no directamente querido, pero inevitable, deliberadamente soportado como un mal menor, nos dignificamos más como personas, con el uso acertado de nuestra libertad eligiendo el mal menor inevitable y necesario si, de no elegirlo, sucediera un mal peor.
Se sabe ser tolerante cuando, al tener que aceptar el mal menor, se ponen, inteligente y diligentemente, todos los medios para evitar tener que aceptar males y poder optar, cuanto antes, por el bien mayor. No ponerlos con esta diligencia implicaría, al menos, complicidad por negligencia.
Viviendo así la virtud de la tolerancia, nos dignificamos siempre y sentamos un precedente que puede servir de referencia a los demás, como una luz en el camino de su propia existencia.
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