En Campohermoso los rezos a San Roque, su patrón y el de las epidemias, han mantenido alejado al covid-19 por más de un año. O eso dicen en este pequeño municipio del centro de Colombia, donde es más probable que las malas vías de comunicación y su buena conducta les hayan protegido.
El pueblo es, junto a San Juanito (Meta), uno de los dos de Colombia, el tercer país latinoamericano más afectado por el coronavirus, donde no se registró un solo caso de la enfermedad en este año de pandemia.
¿DONDE QUEDA CAMPOHERMOSO?
Y lejos de pensar que pudiera estar ubicado en la selva amazónica o en los complicados territorios del Pacífico, Campohermoso es un pueblo muy tranquilo, de unos 3.000 habitantes, escondido en un valle de Boyacá, a apenas cinco horas de la capital del país.
Dice el alcalde, Jaime Rodríguez, que no se trata de «una fórmula secreta» o de que él tenga «una varita mágica», sino más bien de la coordinación de las autoridades y una labor de concienciación e información muy incisiva, incluso puerta a puerta y comercio a comercio.
«No fue fácil, no puedo salir a decir que la gente inmediatamente recibió todo lo que le decíamos», explica a Efe Rodríguez. Cada día, él, junto al sacerdote y a las trabajadoras del centro de salud, le hablaba a la población a través de la radio local, pidiéndoles precaución y diciéndoles que, al fin y al cabo, ellos no se podían cuidar por el resto.
SOLIDARIDAD Y MUCHA INFORMACIÓN
Al principio de la pandemia, cuando el país se cerró como medida cautelar en una cuarentena estricta, el Gobierno pidió a los alcaldes que acopiaran bolsas mortuorias, viendo la situación de otros países como Italia o España. Y ahí él se asustó, dudó si contarlo, pero finalmente lo dijo en la radio, y eso caló en la población. «Se espantaron», alega.
A las veredas (zonas rurales) más alejadas enviaron mercados (paquetes de comida) para que no tuvieran que acudir al pueblo y exponerse, además repartieron tapabocas y todo foráneo tenía que pasar por una cuarentena obligatoria, aislados, y con el seguimiento del personal de salud.
Fueron 120 los que acudieron al pueblo de fuera, según los cálculos de la gerente del centro de salud, Janneth Cabarcas.
«Al principio me estresaba mucho porque aquí hay mucha población mayor», cuenta la epidemióloga desde su despacho, una de las pocas salas -ninguna de hospitalización- con las que cuenta este pequeño centro.
Las dos enfermeras y el resto de trabajadoras sanitarias caminan de un lado al otro, con listas, termómetros, armadas con sus trajes desechables y las viseras de protección.
Es día de vacunación en Campohermoso porque donde el virus no llegó sí lo hicieron las vacunas. Una veintena de personas mayores espera afuera en sillas de plástico, y se saludan como si hiciera años que no se ven.
La mayoría viene de zonas alejadas a más de una hora, aprovechando el «mochilero», un autobús con más años que ellos, que pasa los jueves de Garagoa a Campohermoso.
A doña Sabela Gallego, una octogenaria que vive en Los Cedros, uno de los pocos centros poblados del municipio, le acaban de decir que se puede marchar, y se levanta como puede agarrada a su marido, mientras echan a andar sin saber quién sujeta a quién. Van a ver si «agarran» para hacer algunas compras y pagar los impuestos antes de que vuelva a pasar el autobús.
El núcleo urbano de Campohermoso apenas tiene cinco calles pero está coronado por una maravillosa plaza central verde con grandes fuentes y un puente, rodeada de pequeños supermercados y tiendas, la Alcaldía y la Iglesia.
FUGA DE POBLACIÓN
Don Pedro Huerta, que a sus 89 años sale de la consulta con la flamante vacuna, apoyado en un bastón y con el morral al hombro, también viene de una vereda situada a dos horas, de una finca donde cultiva yuca, plátano, maíz y café.
Ya solo le acompaña un hijo porque los demás «salieron a volar» y no habla con ellos desde hace más de seis meses. Sus hijos se fueron como la mayoría en este pequeño y apacible pueblo.
«Campohermoso, de hace 20 años para acá, ha disminuido su población bastante, tan es así que hace 20 años había aproximadamente 15.000 habitantes y hoy en día hay 3.400», cuenta el alcalde.
El 15 % de la población tiene más de 65 años, un promedio muy superior al de otras partes del país. Lejos de huir del conflicto o de la violencia de grupos armados, porque en este municipio no los hay, los jóvenes se van porque no tienen dónde trabajar.
«La falta de oportunidades, al no tener comercio ni industria, hace que tristemente ese grupo de población se traslade a las grandes ciudades buscando nuevas oportunidades», comenta el alcalde.
Aquí, los vecinos sobreviven mayoritariamente del ganado, que venden en la feria dominical, y también de cultivos de frutales, tubérculos y el producto nacional, el café.
Durante la pandemia volvieron 30 familias que se habían ido a Bogotá y otras ciudades a buscar fortuna y a los que la crisis económica les dejó en una situación límite. En Campohermoso al menos «no se aguanta hambre, la pobreza extrema es muy mínima, pero tampoco hay riqueza», como indica Rodríguez.
Henry Huertas volvió hace ya más de una década porque «la buena tierra llama al buen hijo», después de probar suerte en otras partes del país. Ahora se dedica al café, y tiene más de 10.000 matas en su finca, donde vive con su mujer y dos niñas.
También da trabajo, en la época de cosecha, a una veintena de jóvenes de la zona que se ganan unos 15 dólares al día, un jornal humilde, pero superior al de otros, y de lo poco a lo que se pueden agarrar por esos lares.
El mal acceso al pueblo, a través de una trocha donde solo se puede circular en 4×4, ha abocado al aislamiento y a la pobreza a esta zona, rodeada de un paisaje verde y montañoso, con ríos, lagos y cascadas, que bien podría ser otro atractivo turístico del país.
Hay quien le apuesta a que el milagro campohermoseño se deba más a que el virus se perdió o se mareó con tanta curva antes de llegar al pueblo. Campohermoso (Colombia), 29 mar (EFE) | Irene Escudero
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